Me enteré de la FURP una hora antes del examen. No sabía que era la FURP, no sabía en qué consistía el examen, no sabía quién me tomaban ni nada por el estilo. En esa época uno se presentaba en la biblioteca Sarmiento con el derecho de examen y el documento en la mano. Me invitó un periodista que es profundamente kirchnerista. Siempre me llevé bien con él, porque más allá de las ideas es un excelente tipo. Estábamos en las antípodas en casi todo, salvo en una cosa que sigo creyendo hasta hoy: que la transversalidad generacional es una fuerza de cambio real.
El examen costaba trescientos pesos y no tenía un mango. Le pedí plata a mi mamá. Todavía no me había recibido, no tenía laburo salvo los emprendimientos que inventaba para sobrevivir en el sector privado. Nunca quise deberle nada a nadie, ni política ni económicamente. No pensaba vender mi independencia ni hipotecar mis ideas para conseguir un sueldo. Así que fui al examen sin saber ni qué era la FURP ni qué se rendía.
Siempre fui de leer. Desde chico. Me gusta aprender cosas al pedo, coleccionar datos, tener curiosidades. Juego a trivias, miro programas de preguntas y tengo una cabeza que guarda información inútil pero constante. Lo hago por dos razones. Por hobby, porque soy un nerd, y por necesidad, porque tengo ansiedad social. Saber cosas me da refugio. Me salva del silencio incómodo.
Rendí el examen sin saber lo que hacía y me fue bien. Muy bien. Al final había que escribir un ensayo. Elegí el rol de la UCR en Cambiemos. Fui brutal. Escribí una crítica descarnada al partido, al centralismo, a ese modo tan porteño de creerse el país mientras el resto trabaja para sostenerlo. Dije lo que pensaba, que un partido federal y centenario no podía arrodillarse ante el poder unitario ni ser furgón de cola del PRO ni de ningún iluminado que decide la política nacional desde un café caramel Macchiato de Palermo mirando el país por Google Maps.
Pasé el examen y me citaron al oral. La mesa estaba llena de ex becarios kirchneristas y peronistas. Estaba jugado. Pero fui igual, con mi brutalidad habitual. Dije lo que pensaba, con respeto pero sin filtro. Siempre me pasó que, aunque sea incómodo, la honestidad desarma. No por simpática, sino por auténtica. Hablar sin careta tiene un poder raro.
Semanas después me confirmaron que había quedado seleccionado. No lo podía creer. Me hicieron una nota en el diario El Liberal y me sacaron una foto con una remera de Mickey Mouse. El título decía “Joven líder viaja a Buenos Aires a formarse”. No tenía para el pasaje, un amigo me lo pagó.
Llegué a Buenos Aires sin saber con qué me iba a encontrar. Éramos setenta chicos. La mayoría hablaba tres idiomas, había estudiado en el exterior o trabajaba en el Congreso. Tenían cargos con tres renglones y una seguridad de manual. Yo esperé hasta el final para presentarme. Dije mi nombre, conté que era de Santiago y que presidía la juventud radical. Y listo. Sin adornos.
En ese momento me prometí competir. No disfrutar, competir. Porque cuando venís del interior y tenés una oportunidad, no podés dar nada por sentado. Uno no llega solo, llega con la historia de todos los que no pudieron hacerlo. Tenés la obligación moral de comerte la cancha.
Durante todo el País Federal estuve al frente. Pregunté todo, escuché todo, me quedé hasta tarde, dormía cuatro horas, pero nunca falté ni llegué tarde. Te evaluaban por tu puntualidad, tu participación, tu presencia. Me lo tomé como un torneo. No por ego, sino por respeto. Cada día era un round distinto.
El viernes antes del coloquio final me acosté a las dos y me levanté a las seis. Había que sacar un papel con un tema de exposición. Los temas eran específicos al punto del delirio. Cosa de responder sobre la inflación en Uganda y su impacto en Sudán del Norte. Yo les dije a mis compañeros que me elijan el tema. Que iba a pasar último y agarraría el papel que quedara. Me la jugué con humor, pero por dentro estaba cagado.
Cuando me tocó, agarré el último papel y lo leí. Era sobre el rol de la UCR en Cambiemos. Sentí que el destino tenía sentido del humor. Me reí y dije en voz alta “ya pasé”. Di la exposición sin filtro, con la misma dureza que en el ensayo. Había estudiado, pero más que eso, tenía algo que ellos no: una historia que explicar desde la trinchera.
Un mes después me avisaron que había quedado para la beca USA. Estaba rindiendo Metodología de la Investigación Social en la UCSE, en el Aula 11. El teléfono empezó a vibrar en medio del examen. Pensé que algo le había pasado a mi vieja. Eran felicitaciones. No lo podía creer. Me levanté y me fui. No rendí. El profesor, Martín Gallardo, no entendía nada. Le tenía respeto y cariño, pero la materia me parecía una tortura. Siempre lo dije: Metodología baila con la más fea y encima le gusta. A mí no.
Tuve que rendir de nuevo, meses después. Si no lo hacía, quedaba libre. Me tocó una profesora que me preguntó por la FURP con una sonrisa cargada de desprecio. Me tiró frases filosas, irónicas. Terminó diciéndome, casi como un escupitajo, que no podía creer que me hubieran elegido. Me fui del examen hecho mierda. Pero con una certeza: algún día le iba a demostrar que no era suerte. Que la vida no se rinde en un parcial. Que los que vienen del interior también pueden. Y que sí, algún día voy a gobernar Santiago.
Cuando se anunció en El Liberal que viajaba a Estados Unidos, volví a la redacción con la misma remera de Mickey. Lo hice a propósito. No por chicana, sino por coherencia. Porque las cosas importantes no las definen los trajes ni las corbatas, las define la historia que uno carga y lo que hace con las oportunidades que tiene.
No tenía pasaporte ni visa. Había viajado en avión una sola vez. Trabajé todo un verano para juntar la plata. Un amigo me dijo que necesitaba cinco mil dólares y lo tomé como una verdad absoluta. Tampoco tenía tarjetas de crédito (sigo sin usarlas. Son un vicio). Mi mamá, maestra, pidió un préstamo para ayudarme. Me acuerdo que me dio 50.000 pesos. Le traje vuelto. Junté todo. Me fui con un fajo de billetes escondido entre los bóxers. Cuando llegué a Estados Unidos y quise pagar el primer almuerzo con cien dólares, el mozo mexicano me gritó “sos narco”. Todavía me río.
Ese viaje me cambió la vida. Fue un antes y un después. Absorbí todo. Desde cómo piensan los norteamericanos la política hasta cómo planifican las decisiones más simples. Entendí que el poder no se improvisa y que la preparación es una forma de respeto. A mis compañeros los admiré más, muchos ya habían vivido en USA. Volví distinto. Más enfocado. Más convencido de lo que quería hacer.
Con los años volví a la FURP desde otro lugar, ya con otra mirada. Entendí que la FURP no forma dirigentes para una bandera, sino para un país. En un contexto donde la grieta se volvió religión, la FURP siguió apostando al diálogo, al pensamiento crítico, al disenso con fundamento. Formar dirigentes no es adoctrinar. Es enseñar a pensar.
Hoy, con el tiempo, la distancia y la experiencia de gestión, miro hacia atrás y veo el hilo. Todo aquel recorrido fue entrenamiento. Aprendí a decidir cuando otros dudan, a sostener convicciones cuando cuesta, a no confundir humildad con debilidad ni dureza con soberbia. Aprendí que el mérito no se declama, se demuestra. Y que el poder vale solo cuando mejora la vida de la gente.
No creo en las épicas vacías ni en los relatos que se repiten. Creo en el trabajo serio, en los equipos que no se quiebran cuando la realidad golpea y en las decisiones difíciles que hacen avanzar al país. La FURP me dio una brújula. Me enseñó a pensar con cabeza fría y a actuar con el corazón puesto en el país.
No soy el becario que agradece una oportunidad. Sigo siendo el que la honra. Porque entendí que el futuro no se espera. Se construye. Y que uno nunca deja de ser becario Furp. Solo cambia el lugar desde donde sigue aprendiendo.